Así como tener todas las cosas listas y en orden cuando llega la hora de la muerte es un logro elevado y glorioso, así también es el estado y la condición de los hombres y las mujeres bajo la muerte, que no puede sino ser altamente su preocupación tener todas las cosas en orden, todas las cosas listas en los asuntos de sus almas, cuando llegan a la muerte. Esto lo expondré ante ustedes en tres proposiciones.
La primera proposición es ésta: que tal es el estado y la condición de los hombres y mujeres bajo la muerte, que ya no hay retorno para ellos a esta vida para siempre. Cuando una vez el sol de un hombre se pone, no sale nunca más. Cuando una vez que un hombre tiene su papel y sale del escenario de este mundo, nunca más entra; ya no hay ningún papel que pueda ser actuado aquí por él. Esto lo tienes en el texto: “Antes de que me vaya y no sea más”, es decir, no más en este mundo. Así, Job 7:7-10: “Acuérdate de que mi vida es viento; mi ojo no verá más el bien. El ojo del que me ha visto no me verá más; tus ojos están sobre mí, y yo no estoy. Como la nube se consume y se desvanece, así el que desciende al sepulcro no subirá más. No volverá más a su casa, ni su lugar lo conocerá más”. Y de nuevo, Job 16:22: “Cuando lleguen algunos años, entonces iré por el camino de donde no volveré”. Todo esto muestra que cuando un hombre sale del escenario de este mundo, ya no hay retorno para él.
La segunda proposición es ésta: que tal es el estado de los hombres y mujeres bajo la muerte que no hay nada que hacer por sus almas. No hay nada que arreglar que esté mal, nada que poner en orden que se encuentre desordenado. La muerte no es el momento de trabajar, sino de recibir la recompensa de nuestro trabajo. La muerte nos deja bajo una imposibilidad total y eterna de hacer algo por otro mundo. Por lo tanto, “todo lo que tu mano encuentre para hacer”, dice Salomón, “hazlo con todas tus fuerzas; porque no hay obra, ni arte, ni conocimiento, ni sabiduría, en el sepulcro adonde vas” (Ecl. 9:10). Y “es necesario que yo trabaje las obras del que me envió, mientras es de día; la noche viene, cuando nadie puede trabajar”, dice Cristo (Juan 9:4). La muerte es un estado de tinieblas, y nos priva de todas las ayudas, ventajas y oportunidades de hacer algo por el bien de nuestras almas. En la tumba no hay arrepentimiento, ni creencia, ni vuelta a Dios. No se puede obtener el perdón de los pecados, ni interesarse por Jesucristo, ni hacer que nuestra vocación y elección sean seguras allí. ¡Oh, no! Estas cosas deben hacerse ahora, o no podrán hacerse nunca; y si no se hacen nunca, nuestras almas estarán deshechas para siempre. Era un dicho epicúreo el que decía: “Comed, bebed, jugad; porque después de la muerte no hay placer”. Pero sería un dicho cristiano decirte a ti, y a mi propia alma, “Ama a Dios, ora a Él, busca su rostro, arrepiéntete, cree, asegúrate de Cristo; porque después de la muerte nada de esto se hará”. Deben hacerse aquí o nunca.
La tercera proposición es ésta: que tal es el estado de los hombres y mujeres bajo la muerte, que el alma está real e irreversiblemente establecida y concluida en su condición eterna. El estado eterno del alma es absolutamente fijo e inmutablemente determinado, sin ninguna alteración para siempre. Es una observación entre los Escolásticos, que miren lo que les sucedió a los ángeles que pecaron, que en la muerte les sucede a los hombres malvados, los que no están preparados para la hora de la muerte. Los ángeles, inmediatamente después de pecar, fueron declarados en una condición irreversible de desdicha y miseria. Y los hombres malvados, las almas no preparadas, inmediatamente después de la muerte son declarados irreversiblemente en una condición eterna similar; están eternamente sellados bajo la condenación. Y los demonios pueden salir tan pronto de las cadenas de las tinieblas eternas a las que han sido arrojados y en las que están encerrados, reservándose para el juicio, como esas personas pueden cambiar o revertir esa condición.
La verdad es que la muerte, cuando sea o donde sea que llegue, es como una cosa determinante; concluye el alma para siempre bajo un estado inalterable de vida o de muerte, de felicidad o de miseria, pues “donde el árbol cae, allí estará” (Ecl. 11:3). Por eso, en la muerte, se dice que el espíritu, el alma, “vuelve a Dios” (Ecl. 12:7), sobre lo cual un hombre erudito tiene esta observación: Dios (dijo) recibe el alma del hombre, cuando éste muere, para sí mismo; y habiéndola recibido, la entrega o bien a los ángeles santos, para que por ellos sea llevada al cielo, si ha sido santa y buena, o la entrega a los ángeles malos, para que la arrastren al infierno, si ha sido impía. De ahí que el apóstol nos diga que después de la muerte viene el juicio (Heb. 9:27), por el cual se entiende el juicio particular de todo hombre y mujer inmediatamente después de la muerte, que no es otra cosa que la fijación del alma en una condición eterna. Por eso también, cuando se trae a Rico deseando que Lázaro pueda “mojar la punta de su dedo en agua para refrescar su lengua”, se le responde que no puede ser, pues no hay marcha para ninguno, ni del infierno al cielo ni del cielo al infierno, porque “hay un gran abismo fijado” (Lucas 16:26), señalando lo inalterable de ese estado en que la muerte pone a los hombres, sea la felicidad o la miseria.
Bien, entonces, si tal es el estado de los hombres y las mujeres bajo la muerte, como hemos oído, entonces seguramente es altamente nuestra preocupación tener todo listo, todo en orden para cuando llegue la hora de morir. Habiéndoles dado así brevemente la demostración del punto, haré alguna mejora práctica del mismo.
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